martes, 29 de septiembre de 2009
ERA DE TAL MANERA QUE NUNCA ABRIÓ UNA CARTA
Era de tal manera que nunca abrió una carta. Guardaba expectante la esperanza hasta que algún día, quizás, secretamente, pudiera abrirlas habiéndose desprendido de su humanidad, de las marcas y cicatrices o, arañaduras desgarradas, queridas o autoinflingidas, y del más mínimo poro de identidad hasta que, ahora sí, quedara sanado de tanta vida vívida, y poder así recorrer los sesgos de tinta encanecida y arrastrada por un papel demasiado amarillo de tiempo. Saltar la consciencia cambiando el eje o algo así, ni él mismo lo sabía. El plan, la urdimbre, iba orientada desde un comienzo. No sólo se dedicó durante años a enviar cartas a todo tipo de empresas solicitándole catálogos de cualquier clase con las más peregrinas preguntas y peticiones, sino que fabulaba identidades con la destreza de un falsificador. También llegó a cartearse con ancianos de un asilo con los que compartía camaleónicamente que cualquier tiempo pasado fue mejor o peor , quién lo sabe y a quién le importaba, el caso es que morirse y saberlo es una putada y ya está. Como debía parecerle sin duda poco acertó a pergeñar una doble estratagema, se colaba en las bodas y, jugando trivialmente con el lenguaje se acercaba unos y a otros mientras almacenaba alimentos como en una cornucopia al revés, robando frases y recuerdos cogidos al descuido o al descaro que poco más le daba. El caso es que no hubo boda en la que no llenara más de siete páginas de su listín de direcciones, uno marrón y desgastado que dejara olvidado u abandonado alguna mujer con la que compartiera algún frío despertar, o quizás incluso vida, como aquélla que, bueno mejor es no nombrarla. Como quiera que su dedicación casi exclusiva era la de enviar cartas y que anduvo haciéndolo tantos años que, con todos los excedentes de sellos que acumuló , al cabo, acabó teniendo una de las mejores colecciones modernas de la región, aunque confieso que no sé si es mucho o poco, en fin , en su caso, no ya un buzón sino un contenedor de obra camuflado de buzón y que también con el tiempo acabó siendo por culpa del turismo, identificativo de la ciudad, recogía diariamente cual boca gigante que desconociera la palabra inapetente toneladas de misivas y demás correspondencia extraña, desde una prueba gratuita de una lentilla a un rolex, aunque aquí hubo un error, porque realmente era del vecino y se lo estaba devolviendo la casa suiza, con total confianza también suiza, y quizás un poco sueca, por lo imprudente. No había espacio donde almacenar tantas voces transcritas y enmudecidas en su mortaja de solapa y papel, ni mucho menos para los paquetes o los paraguas publicitarios. Hubo que donarlos. Ante el regocijo general en la inauguración de los archivos sociológicos que llevaran su nombre, se le nombró hijo predilecto bajo una lluvia seca de aplausos. Llegándole la muerte se dio cuenta de que no había conseguido superar su propia consciencia ni su humanidad. La gente lo saludaba por su apellido por la calle, nadie se atrevía a tutearlo, lo veían como una eminencia que había dedicado su vida a La Gran Obra, nadie sabía cuál ni qué, aunque el boca a boca iba pasando que era un genio, no lo era, el lo sabía, había sido derrotado por su propio esfuerzo. Decidió comenzar a liberarlo todo, dejar salir los textos del cautiverio, los colores, los diseños. Abrió sin mirar una carta. Era para su nieto Pablo.
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