¿Qué
es el mar sino un vaivén de
anhelos? Quizás cogerte de la mano y
pasearnos entre el desconcierto de lo ajeno. Quizás tomar un helado contigo,
verte lamerlo, ver cómo te brillan los ojos de puro gusto, de satisfacción,
quizás porque también estoy yo y así haciendo, no te das cuenta de que me agito
en mi asiento por tan conmovido. Decir el mar es también el deseo de tus
huellas que no enareno, sin más es decir abrazo y brisa y salitre y tiempo y
olor a cuello tibio, a temblor, la risa que no agoniza, el apretón que funde
intentos, el mar que no deshoja margarita alguna. Decir la mar es amarte, es
fijarte la silueta en sombra contra una pared ante tu inminente partida, es
retenerte así sea con una brasa aún encendida en el hogar que justo se abandona
y así, dolido, doliente, la mar devuelve y lanza una y otra vez como una
condena la palabra sempiterno, explotando contra la piedra. Decir la mar es
decir futuro y al tiempo pasado, es desoír lo exigido, desleír la propia vida
en saliva, saltar inconsistente fuera de tus abrazos, o de tu risa, de tus
malos ratos e incluso de tus miedos. Decir la mar es asumir desde la
experiencia triste que todo lo desala, que toda travesía es un naufragio, que
pues tal, solo nos queda vivir, remar, nadar, ceñir los vientos, los alientos,
los saltos de agua y de palabras que te dejan incólume en todo este vaivén. Ve. Ven.
viernes, 14 de febrero de 2014
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