Estaba tan loco que ni tan siquiera cabía en la palabra locura, que le quedaba pequeña la palabra ciudadano y que a pesar de todo recibía el periódico local todas la mañanas en un buzón cuadriláteramente vacío de palabras y de recuerdos, en ese espacio, en su caso, perfectamente liso de soledad, (-horizontalidad y ortogonalidad racionalmente helada-), y nada estratificado de recuerdos a modo de milhojas, huero en el viaje de ida y vuelta que es la comunicación. Estaba tan loco que creía que podía subvertir el orden establecido; cambiar quizás la necesidad que tenemos de un político o de un leguleyo, por caducos para él y en su ilusión vanamente inmarcesible. “Nada hay que se pueda hacer sino arrasándolo todo”, decía. Quizás tras todo, tras tanto todo, quizás por culpa de todo aquello que no siéndolo, aparece como inmutable, dejó de decir, de pronunciarse, pretendiendo ya entonces sólo lo gris y amando la palabra incógnito
En los últimos años se le ve fotografiando “cadáveres viandantes”, “ciudades cadáveres” y “recuerdos para la postrera off-set”. Nada queda ya de lo que dijera al modo en que las huellas abandonan su existencia en cualquier deshielo. Ahora sencillamente nos espía mientras nos va reteniendo en nuestros continuos cotidianos. Siendo objetivo como somos de su mirada, sólo le queda esperar y ver cómo nos morimos, cómo acabaremos siendo sólo papel en su poder, cómo nada queda en nuestro espacio hueco, en el buzón estúpido que somos después de todo y tan estrechos ; tan sólo una recortada esquela.