martes, 30 de marzo de 2010

A Platón y su caverna, nuestra caverna.


Apenas si vislumbro un diminuto resquicio luminoso allá en lo alto. Apoyo mi mano en un asidero, lo recorro descubriendo que es un barandal, un pasamanos. Descubro también que está frío, pegajoso a tramos, roto y afilado. Decido buscar la pared contigua; extraño plano irregular en esto que parece una escalera. Asciendo y tengo la sensación sin embargo de que a cada paso que intento y alcanzo, desciendo un peldaño. Cuanto más me dirijo a la grieta luminosa –diminuta allá al fondo- peor la distingo. Cuando apenas sí intuyo que algo alcanzo, allí parpadea en la distancia nuevamente. Miro hacia arriba y nada veo,  parece que el vacío ascendiera a mi paso. Sucumbiendo a la inmensidad, mi avance se me antoja un retroceso. Decido no decidir nada más, ir simplemente. La luz entonces se muestra más clara y profunda ante mí, ante mi despropósito. Ya no pretendo la meta y ésta se me muestra sin embargo. Alzo la mano para alcanzarla y ya vuelve a parpadear en la distancia. Decidiendo no pretenderla de nuevo, encuentro que otra vez se me acerca; le doy la espalda y ésta ahora me enfrenta, vuelvo a girarme y allí está de nuevo, deslumbrándome, iluminando mi cara, mis manos, incluso mis pies parecen ahora más sucios y heridos, ahora duelen más al verlos tenuemente. Ahora – libre mínimamente de deseo- me veo herido, sucio, malhallado. No me imagino ya pretendiente, deseoso de fines ni de metas y errores. Sólo yo soy yo ante yo mismo, y no sé si es suficiente o acaso no. Es así lamentablemente desde el momento en que  sólo soy aquello que de mí veo: carne maltratada, rozada por la ceguera. Es así a cada paso incierto y en cada segundo que asumo que esto es estar vivo, que no hay tiempo para leer todas las palabras, ni para recorrer triste y humanamente todos los caminos.