Tiene el curioso hábito de
dejar olvidadas cosas por casa al modo de huellas que certifiquen su paso.
Tanto da que sea el último libro que está leyendo o un sostén como una coraza.
Como si no fuera poco, deja sembrado su aroma, que viene a hacerse flor en su
ausencia, llenándolo todo. Que deje siempre modelado en el sofá y en la cama su
forma aún tibia, no puede ser sino incómodo, pues nadie en su sano juicio
quiere verse destruyendo tal magnífico castillo de arena. El hecho de que el silencio salga triunfante
en el pulso gracias a que ella lo ayuda desde la distancia es sencillamente
chocante. Si aún no resulta suficiente, tener que lidiar con el vacío
omnipresente cuando antes había sido tu aliado, no puede definirse sino como
conflicto de intereses. Tampoco es menos todo lo que le hurta a la mente, quedarse pensando en lo último conversado, o
en el último beso, o quizás en el recorrido irregular que hicieron tus manos
horas antes y que provocaran tanto estremecimiento o, sencillamente, tanto
calor desde la ebullición cadenciosa de las sábanas. Desde luego es inaceptable
que el pijama que había estado siendo tuyo desde el principio, ese mismo al que
le falta un botón, sea escamoteado por ella, que lo coja y lo inhale robándole
su olor, que sea ahora su posesión y desde luego, que aún quedándole enorme, le
siente mejor que a ti pese a todo. Ahora la rebeca con capucha gris de pensar
es su cota de mallas élfica y he de ponérmela regularmente para que, ahora sí,
no pierda su olor. No hay quien lo entienda. De repente el tiempo no existe y
no he vuelto a usar el reloj, ese accesorio tecnológico anquilosado de una sola
función. De repente el tiempo salta de un mensaje a otro, se mide por actividades y no conoce
fin. De repente hoy, aunque llueva, todo tiene otro olor.
viernes, 25 de enero de 2013
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