viernes, 25 de enero de 2013

“El tiempo no existe, existen los relojes”


Tiene el curioso hábito de dejar olvidadas cosas por casa al modo de huellas que certifiquen su paso. Tanto da que sea el último libro que está leyendo o un sostén como una coraza. Como si no fuera poco, deja sembrado su aroma, que viene a hacerse flor en su ausencia, llenándolo todo. Que deje siempre modelado en el sofá y en la cama su forma aún tibia, no puede ser sino incómodo, pues nadie en su sano juicio quiere verse destruyendo tal magnífico castillo de arena.  El hecho de que el silencio salga triunfante en el pulso gracias a que ella lo ayuda desde la distancia es sencillamente chocante. Si aún no resulta suficiente, tener que lidiar con el vacío omnipresente cuando antes había sido tu aliado, no puede definirse sino como conflicto de intereses. Tampoco es menos todo lo que le hurta a la mente,  quedarse pensando en lo último conversado, o en el último beso, o quizás en el recorrido irregular que hicieron tus manos horas antes y que provocaran tanto estremecimiento o, sencillamente, tanto calor desde la ebullición cadenciosa de las sábanas. Desde luego es inaceptable que el pijama que había estado siendo tuyo desde el principio, ese mismo al que le falta un botón, sea escamoteado por ella, que lo coja y lo inhale robándole su olor, que sea ahora su posesión y desde luego, que aún quedándole enorme, le siente mejor que a ti pese a todo. Ahora la rebeca con capucha gris de pensar es su cota de mallas élfica y he de ponérmela regularmente para que, ahora sí, no pierda su olor. No hay quien lo entienda. De repente el tiempo no existe y no he vuelto a usar el reloj, ese accesorio tecnológico anquilosado de una sola función. De repente el tiempo salta de un mensaje a  otro, se mide por actividades y no conoce fin. De repente hoy, aunque llueva, todo tiene otro olor.