Estoy demasiado cerca de los días como para verlos con perspectiva manifiesta. Ni aún paseando minutos por meses acumulo rédito suficiente ni distancia, así me deje acompañar por los peatones verdes y rojos de los semáforos en su enfrentamiento lógico y sempiterno, entre el duelo bilocado que el trayecto raya como una playa peinada de oleajes. Se me acumulan las horas en el alfiletero claveteado de segunderos. No hilvano el viento cuando me atraviesa respaldado de sol. No alcanzo a retener los pensamientos que se evaporan de mi cuerpo como aquél que pierde calor tras correr desnudo por entre la nieve huyendo del sudor. Así y todo persisto en la inconsistencia del tiempo congelado en una foto o en un vaso, pasado que no enfría ningún refresco sin embargo, ni acompañan bien tanto que no recuerdo. (Besos inseguros, furiosos, que perdieron su sabor de caribe y malecón, por ejemplo). Guardo arrugados en un bolsillo únicamente, una reflexión incompleta, un dibujo inacabado y una piedrecita apenas con forma de estrella de mar. Recabo entretanto los pasos que me llevan por las conclusiones que saco a contratiempo. La luz motivada a motas, como la lluvia, por el paseo de la enramada del parque de cualquier ciudad, de cualquier país, de cualquier mundo y de cualquier tiempo que se vagamundea meditabundo. El invierno que no arrostra el dolor ajeno. No hay viandante bueno en los días en que tanta desdicha abunda, como malo sería un asolado que, placa triste a placa rota, desola. Mal pueden darse así los pasos que la visión vislumbra, que la razón alumbra como lo ingrato o siquiera como lo abandonado sin motivo ni razón. Así habrán de pespuntear las huellas del patrón informe de la existencia que se lleva, mal que bien, por estas mañanas de niebla. No hay paso entonces que no pese. No hay silencio entonces donde no hay nada. Nada que nos salude ni que nos salve. Nada, pues, para ahogarnos. Nada.
viernes, 13 de enero de 2012
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