Es el tiempo
del amor, de los cambios que la vida apenas apenan ya. Pues sediento, bebo. Ya
no son los viejos amores como los dolores de las heridas cicatrizadas en días
de tormenta, de tormento, ya no, no más. Es el tiempo del amor, de las caricias
a pleno sol, de los paseos y las sonrisas, de las comisuras que aguardan besos,
de los ojos que brillan, de la carcajada que palpita en el pecho de pura
emoción, del futuro que se conjuga, del olor que se fija en la memoria. Los
abismos: extintos. El amor es todo aquello que ha de aparecer cuando ella abre
los ojos, cuando te espía, cuando absorta ve cómo respiras, así maravillada
mientras lees y ella, plegando el libro en su antebrazo como con un billetero
de señora mayor, separando las hojas con el dedo, divertida, intenta retenerte,
poseerte, hacerte suya así en el tiempo, por entre la música que acabará siendo
bandera. Quizás no solo sea eso, quizás sea también que te dibuje al descuido,
que te mida las dimensiones con ojo escrutador y alma de agrimensora, que
intente fijar el límite exacto en su memoria y en el papel, trascendiendo así
de lo que ve, como en aquella historia que le contaste del origen del dibujo
para los griegos, de la mujer amorosa de aquél marinero acongojado. Es el
tiempo del amor, amor, sí, de poner en marcha el proyecto inevitable, de
cultivar al cabo lo que habrá de ser recogido, de quebrar la distancia y poner
coto al olvido, de andar el camino, pues
sí, amor, ven, dame la mano, el viaje más largo comienza con un único paso
solitario e imparable y tú y yo, por
suerte, somos dos.
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