Me gusta pasear por las calles repletas de conocidos mientras la luz salta por entre los coches y las paredes salpica, descubriendo así a la sombra que, tímida, se retira asombrada, recortada y ensombrecida. Me gusta el sonar de las palabras en mi cabeza y hacer planes de futuro. Me gusta apagar el televisor salpicado de sangre y pensar que las nubes sólo huelen a humo de avión. Me gusta pasear desde el sofá con mi nuevo proyector de diapositivas, ir en bicicleta por la ciudad a medianoche como en un sempiterno domingo, leer como si se tratara del último libro. Me gusta decir que me gusta ser y que me gusta estar. Me gusta callar todo lo que no digo. Me gusta marear la perdiz y no evitar lo que no evito. Me gusta hablar de lo que he leído, revisar a oscuras fotografías, emborronar papeles de regalo o garabatear mecánicamente cualquier cacho de papel. Me gusta beber cerveza y hacerme el duro de oído. Me gusta dibujar en los azulejos de la cocina mientras desayuno. Me gusta saber que me piensas -piojino- hasta en los papelillos, que me buscas saltimbanqui por la casa, y que hablas a Limoncello, mi querido canario-bandera, como si fuera nuestro. Me gusta subirte la falda y acariciarte el cuello, verte corregir exámenes con tu calculadora de Nesquick. Me gusta pensar que las fronteras sólo existen en los mapas. Me gusta ver películas entre nubes de humo gris y pedir comida china rodeado de amigos. Me gusta decir, sí, quédate a dormir. Me gusta pensar que no existen los pueblos elegidos. Me gusta decir que la constancia es más fuerte que el destino. Me gusta leer el I-Ching y sus designios. Me gusta que Lola aprenda a nadar porque es el primer capítulo de la autodefensa. Me gusta pensar en mis amigos y beber vino. Me gusta la vida aunque me duela estar vivo en este mundo podrido. Me gusta que me leas, lector, lectora, que estés aquí conmigo. Puedo seguir, pero aún no sé si te he respondido.
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