He recorrido sin calma la extraña orografía de Islandia. He visto las huellas del tiempo y la intemperie, he cohabitado con volcanes extintos de todos los tamaños, con grandes ollas humeantes, con fumarolas y géiseres. He hollado tierras que recuerdan los juegos de sal y tiza en tarros recién lavados. He inspirado al despertarme el olor a azufre hasta en la ducha. Sin calma he estado yendo a uno y otro lado fotografiando el silencio o el viento. Sin más he ido fabricando recuerdos con denuedo, cartografiando lo que será manipulado inevitablemente por la memoria. Tampoco he podido evitar sonreír, que me sonrían, preguntar y sentarme acompañado, dejarme guiar e, incluso, ser reclamado. No diré que no he sido engañado. Como no se ponía el sol, he ido andando por el filo del ensueño, mientras la luz se rompía en mil pedazos a través de nubes como alfombras lilas y azules, con haces de luz como cables gigantes o como torres. Me he bañado bajo la lluvia en ríos serpenteantes que descienden a cuarenta grados. He caminado con los frailecillos y las golondrinas de mar por una playa negra y exterminada de caracolas mientras retrataba mis huellas en vaivén. Puedo decir que he recorrido más de un glaciar esforzadamente y que he escalado por entre los riscos para ver desde dónde cae un río helado para ser cascada. He plasmado la caída del agua, tan densa, que aparece perfectamente definida, como en las aguas que tallara Hokusai. He paseado por la orilla de un lago helado de hielo azul brillante mientras las focas nadaban siguiendo mi paso. He escuchado quebrar poderosamente el hielo y subir el nivel del agua en un deshielo estresado. He disimulado cuando alguien me ha hablado en castellano para no perder el encanto de estar desorientado. También he pasado calor en una terraza donde me llenaba de cerveza mientras una banda ensayaba sus gritos de guerra. Allí, en chanclas y forro polar he sido recibido como el de la cámara y me han dejado estar. He acabado cantando de madrugada y a coro en ese bar lleno de canciones y de belleza generosa y cálida. He tenido tiempo para ir en barco a la frontera del Círculo Polar donde he sido ignorado por todo tipo de ballenas. Días antes me habían agasajado con su carne fresca, roja, muy roja y con sabor a mar, con todo tipo de licores aguardentosos, de cerveza impronunciable y aguada e incluso con entrantes de reno. Celebrábamos la visita, inevitablemente curiosa, y el haber salido indemne de varias vueltas de campana tras habernos despeñado en un pobre y nuevecito coche alquilado. Podría estar horas escribiendo sobre todo lo que he visto y vivido, sobre aquello que he fotografiado por miles y aún no he querido sentarme a ver. Ahora estoy aquí, y como allí, no sé muy bien por qué.
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