A menudo me pregunto si hay algo que nos salve. Indago en los resortes que llevan a un hombre a inmolarse, pero también en lo que hace que alguien pueda dedicar su vida a los demás. Estudio qué nos hace comunes a los hombres a pesar de la cultura o de la propia civilización. Intento entender por qué un adolescente en cualquier punto del planeta sonríe y se sonroja al oír la palabra sexo, o por qué se hace piña sin premeditar ante una injusticia intolerable. Intento entender si existen razones inapelables que puedan ser usadas para la unión de todos los hombres, si hay algo más allá de la conciencia o de la moral, de la ética particular aprehendida, si en verdad hay algo que nos salve.
Se me antoja particularmente difícil que con el estado actual de las cosas en el mundo, pueda haber un movimiento coordinado o siquiera una voz al unísono que salga en defensa del propio hombre, de la pobre raza humana. No soy capaz ni tan siquiera de especular, de recrear una situación en la que de una vez se dijera basta mundialmente, que se dijera basta a la desigualdad, a la injusticia, a la avaricia, a la guerra, a la destrucción, al hambre, a la incultura, a la estupidez, a la pobreza, a la envidia, al engaño, a la mentira, a la idolatría, a la irrealidad, a la imprudencia, a la pereza, a la contaminación, al odio, a la indolencia, al desequilibrio, a los privilegios, a la superstición, a la esclavitud, a la opresión, a la explotación, a la irresponsabilidad, a todo aquello que escribe con sangre, hoy, la palabra hombre, humano.
Quiero entender por qué vestimos ropa y calzado cosidos por las manos explotadas de niños muertos, por qué devoramos comida importada, recolectada por tantas vidas hambrientas que a nadie importan, por qué lucimos joyas, tecnología o bienestar con baño de sangre, por qué consumimos tanta opresión, tanta injusticia, tanta vida humana en nuestro presente.
Necesito creer que no somos la muerte que todo lo arrasa.