Hay momentos en los que perdemos el control y no sabemos cómo dar fin a la rabia que sentimos. A veces, sin embargo, lo contrario es lo conveniente. Es un viejo proverbio chino el que reza:”Cuando te inunde la alegría, no prometas nada a nadie. Cuando te domine la ira, no escribas ninguna carta", así me lo hizo llegar mi amiga Inge Eguiluz. Sucede que es tu propio miedo, tu seguridad o tu vergüenza, quizás los reproches pendientes de ser declarados ante el espejo, los que nos hacen ocultarnos cobardemente tras la explosión de furia. Es lamentable que no nos socorran reflexión y temple en el enfado. Dejadme deciros que si sois vosotros los que estalláis, el motivo sois vosotros mismos. Dejadme continuar diciendo que si tenéis enfrente a la misma ira, es absolutamente necesario que no la emuléis, pues entonces el que exhibe la violencia, el que os grita aumentará su rabia aún más; es tan fácil gritar, tan fácil perder los estribos, embarrarse en un ego cojo de control y ciego, que es la cautela la que os debe guiar. Os sorprenderá ver que el vociferante, poco a poco se irá hundiendo en la vergüenza de no poder sostener un debate mínimamente racional o argumentado, os sorprenderéis, creedme, al ver cómo gana vuestra propia seguridad, cómo se impone el temple ante el descontrol, por el simple hecho de que el violento tiene demasiadas cuentas pendientes consigo mismo, demasiadas explicaciones que darse o vergüenza que asumir. Estoy tan convencido de que viviremos tiempos de explosiones de ira y violencia, de tanto todo-vale, que me siento obligado a comentar aquí que si un imbécil te grita, la solución, casi siempre, es sacar una sonrisa amable, pausar tu voz y movimientos y hacerle ver fríamente, no sólo que no te impresiona o intimida, sino que desde tu punto de vista, lo que se ve, es patético. La mejor postura es la más opuesta. Da capotazos hasta que el cabestro se canse de su propio embrutecimiento. Un grito no puede ahogar a ninguna voz y menos aún a la razón. No hay arma que derrote a un corazón resuelto, diría el poeta. No hay mano que tape para siempre una boca, ni violencia a la que no le afecte el cansancio, digo yo. Su fuerza o su agotamiento, da igual, son el alimento de tu propia fuerza. El aliciente descansa en el hecho de que el que se deja llevar por la ira sólo tiene esa opción, sin embargo tú, tú puedes utilizar todos los argumentos. Puedes incluso decidir girar sobre tus talones e irte sin más. A tu espalda sólo quedará adherida la rabia a un hombre temblando.
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