Una
escritora me ha sugerido que hable hoy del amor, como si yo pudiera decidir
cómo late en mi cabeza lo que identifico con mi corazón o cómo siquiera traigo
a este presente una caricia o el abismo de una espera o la ambición de retener
por más tiempo a quién huele tibiamente por entre tu cuello, mientras es el
olor de su pelo el que cosquillea tu ánimo y su fragancia acuna una vez más el
deseo y el deleite. Como si traer en estas entrelíneas el recuerdo de su forma
pudiera recomponer el puzzle roto en que se conviertieron las sábanas de
algodón blanco y cálido de su ternura, la composición elocuente de su impronta,
la huella ambicionada de su suave textura y sus caricias. Ni aún hablando de su
boca brillante ni de sus ojos tristes, ni de su voz que murmuraba mi nombre y
me atraía para sí reivindicándome una vez más. Cómo decir que su espalda era la
orogénesis cierta que abarcaba la totalidad de lo que abarcaba mi vista, el
territorio fértil del que sólo fui usufructuario o incluso siervo de la gleba a
ratos y que hoy he perdido por haber seguido andando por entre otras tierras,
esas otras tierras que nunca más volvieron a ofrecerme un paisaje tan añorado o
con tanta sensación de pertenencia. Hablar hoy de sus manos no puede describir
cómo nos comunicábamos, ni cómo su gesto era la línea que trazaba mi silueta
convirtiéndose en la corintia que según Plinio el Viejo hizo nacer el dibujo ante mi partida
inevitable. ¿cómo traer la fina arquitectura de sus hombros sin recordar que mi
cuerpo ya no lo habita? ¿cómo no pensar en su clarividente generosidad y en que
jamás conocimos el conflicto, o en su entrega cierta, o en su muda alegría, o en
su cara brillante cuando reía de mis ensoñaciones y ocurrencias carentes de
toda razón pues estaba loco por ella? Cómo hablar del obsequio de su amor, de mi amor, de lo que
tallamos con tanta brevedad en el tiempo y que sin embargo es hoy una escultura
de tiempo que no recoge lamentablemente el maravilloso acto de su creación, que
nunca más me he atrevido a exhibir, a exponer, a mostrar para que esa acción
externa no la postre, ni la use, ni la gaste, ni la haga ser malinterpretada
por quién desconoce el pulcro valor de sus gestos, de su sonrisa apenas, de sus
lágrimas cuando perdí mis pasos y me fundí en negro. ¿Cómo hablar del amor si
no lo tengo?
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Tristísimo pero brillante.
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