No hay nada de particular, es sólo que me acostumbré a zafarme de cualquier abrazo que no inicio. Que pongo muecas al recibir un beso. Que me azoran las muestras de cariño, pues me hacen sentir fuera de contexto. No digo que no me guste, sino que en mí, es un acto reflejo. Incontrolable. No sé si sea “el otro”, o quizás sólo se trate de que yo acumulo demasiadas incertidumbres y que sopeso y juzgo cualquier certeza. Es por eso que cultivo en gran parte de mis días la soledad o la distancia, que estoy sí, pero siempre a más de una legua así se me pueda agarrar del brazo, que mi proximidad puede ser manifiesta, pero no siempre puede afirmarse que sea cierta. A veces simplemente no estoy, a veces sólo soy un autómata que anda de espaldas a todo, haciendo y deshaciendo en el interior. No me preguntéis por qué, pues ni yo mismo lo sé, ni siquiera alcanzo a anticiparme y sólo puedo descubrirme hilvanando un pensamiento tras otro, otras veces simplemente recogiendo la madeja hilada. Un amigo afirma que se me nota en los ojos, que estoy y luego de repente me he ido, que se puede percibir como sigo los engranajes o calculo los infinitos con obstinada e ineludible persistencia, que retomo conversaciones que ya han sido para puntualizar o ampliar algún sentido, para relacionarlo de improviso con los temas más distantes, así mi interlocutor haya ya pasado página o haya construido olvido. No hay nada de particular, lo he dicho, es sólo que pienso en todo sin saber distinguir muy bien los distintos grados que puede tener un pensamiento. Tanto valen para mi las reflexiones que sobre la luz me asaltan cuando presencio un giro de sol sin desconcierto, que el tener que hablar o percibir otros sentimientos sin ser capaz muy bien de conectar con ellos. No es la luz ni es el amor. No hay reo. Soy así, lo sé, lo siento.
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